Aborto, el debate necesario

La decisión de la Corte Suprema sobre el aborto en caso de violación no libera al Poder Legislativo ni al Ejecutivo del deber de debatir y legislar sobre la cuestión.

En la semana que termina, dos hombres fueron detenidos en la provincia de Córdoba, uno en San Francisco y otro en La Playa, departamento Minas, acusados de haber violado y embarazado a sus hijas. Casi en simultáneo, la Corte Suprema de Justicia de la Nación reconoció como no punibles los abortos realizados en casos de violación. Para algunos, quizá no exista relación alguna entre ambos episodios, pero para la mayoría de la ciudadanía están profundamente vinculados por el enrarecido clima moral de la sociedad contemporánea, que se desliza de manera lenta e incontenible hacia una sexopatía exasperada.
La vida es el elemento decisivo. En el debate, se puede partir desde el sentido mismo de la concepción hasta las potestades de la sociedad para aliviar el dolor de seres inocentes y castigar a quienes los someten a bestiales instintos. Lejos de avanzar hacia una gradual reducción de estos dramas, genera inquietud su multiplicación. Parece haberse quebrado el último tabú ancestral y el último valor moral de contención.
En general, la humanidad progresó con prudencia y cautela hacia la eliminación de prohibiciones arbitrarias e injustas. En el caso de las violaciones seguidas de embarazo, además de la injusticia brutal del sometimiento, a la mujer se la condenaba también al martirio de concebir a un ser no deseado, que en todas y cada una de las horas de su vida le recordaría el agravio irreparable.
Es obvio que la decisión de la Corte Suprema se fundamentó sobre sus atribuciones constitucionales. No fue subrogatoria de las que pertenecen a los otros dos poderes: el Legislativo y el Ejecutivo. Por ello mismo, no sería aceptable que el Parlamento creyera que la cuestión está definitivamente resuelta por ese dictamen del más alto tribunal de la Nación.
El Congreso debe a la ciudadanía su propia expresión, porque, como bien advierte el texto fundamental, “el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”. En democracia, el pueblo delibera siempre, sobre todo cuando se plantean cuestiones que influyen en su sentido y estilo de vida. Ello implica que no puede ser silenciado, en absoluto, por el silencio de sus representantes.
Desde hace demasiados años, la sistemática usurpación de roles despojó a la civilidad de su palabra, que es como decir que le fue expropiada su voluntad.
Cuando no ha padecido un poder centralizado hasta el autoritarismo, fue sometida al “gobierno de los jueces”, que decidía porque los otros dos poderes constitucionales se abstenían de hacerlo. Y el de la despenalización del aborto es uno de esos grandes debates que los argentinos se deben a sí mismos. Ya es tiempo de que sus representantes deliberen en su nombre.

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