Una democracia sin partidos

La tendencia del kirchnerismo a la hegemonía y a la concentración del proceso de toma de decisiones ha opacado la vigencia de los partidos políticos en la vida pública y mermado, en consecuencia, la calidad institucional de la República. Los partidos opositores se han visto arrollados por la dinámica oficialista y no han tenido ni tienen capacidad de respuesta.
El propio Partido Justicialista, que en tiempos de Perón era considerado por el jefe justicialista como la “herramienta electoral” de la fuerza más amplia que expresaba el Movimiento, se ha transformado en un corpus anodino de existencia ficticia (Ver: El PJ, relegado en el mundo K: sin reuniones y con jefes provisorios).  Todos saben que manda Cristina , sólo asesorada por un círculo cada vez más estrecho y personal. Un partido, en cambio, debería reflejar la vida amplia y colectiva de una fuerza política, que impulsa l a participación y la articulación de intereses de acuerdo a su sistema de creencias, ideas y valores.
La Constitución Nacional, en su reforma de 1994, que votaron los Kirchner como convencionales constituyentes, define a los partidos en su artículo 38 como “instituciones fundamentales del sistema democrático” , a las que asigna “la competencia para la formulación de candidatos a cargos públicos electivos”.
Las listas de octubre expresaron la voluntad personal de la Presidenta , que venía de ser ratificada en las primarias de agosto. Muchos votos, cero debate, ni hablar de la representación de las minorías.
Los politólogos italianos Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, en su clásico Diccionario de la Política definen a los partidos como “todas aquellas organizaciones de la sociedad civil que surgen en el momento en el que se reconoce al pueblo el derecho de participar en la gestión de poder político” . Por eso un sistema sin partidos, o con partidos sólo decorativos, empobrece la democracia , en tanto que los unicatos , que concentran poder en una sola mano , degradan la vida pública. En su Manual de Derecho Político , Mario Justo López pone un ejemplo extremo y lejano en el tiempo, de las acechanzas que encierra el poder concentrado. Cita para eso a la organización nacionalsocialista basada, dice, en una jerarquía suprema, donde “no había forma alguna de representación, todo nombramiento o deposición eran dispuestos por el superior y al inferior sólo le competía obedecer fielmente”.

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