Código de Faltas, prácticas y derechos humanos


Por Lucas Crisafulli / Abogado (UNC). Adscripto a la Cátedra de Criminología. Docente del Programa Universidad Sociedad y Cárcel. Coordinador General del núcleo de estudios y ensayos sobre Código de Faltas (INECIP). Investigador (CIJS-UNC). Maestrando en Antropología (UNC)
“Aquí están mis documentos de identidad.
–¿Y qué nos importan a nosotros?, gritó ahora el vigilante más alto. Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que somos”.
(Franz Kafka, El Proceso).
¿Qué importancia tiene el DNI como acreditación de identidad frente a la construcción social prejuiciosa y racista del estereotipo del delincuente? ¿Qué valor tiene frente a una identidad escencializada en formas de vestir y hablar?
Las prácticas son guiadas por las representaciones sociales que se hacen sobre determinado objeto o, en nuestro caso, sujetos. Aquellas prácticas son moldeadas por leyes, pero en ningún caso son estrictamente guiadas por éstas.
El problema del Código de Faltas (CF) no es (sólo) un problema del CF sino de prácticas ancladas en las instituciones, las que muchas veces son racistas y rayanas del respeto mínimo a los derechos humanos.
El CF es sólo una ley y los problemas sociales no se resuelven modificando leyes sino interviniendo en las prácticas.
Eso no quiere decir que no sea deseable, y, por supuesto, necesario y urgente, cambiar leyes que se encuentran reñidas con nuestra Constitución y con las características mínimas que un Estado de derecho debe conservar para ser llamado tal, pero la complejidad del tema y la historia demuestran que un cambio legislativo, aunque deseable, no es suficiente.
El problema no es de tipo formal (adecuación de leyes entre sí según su prelación constitucional) sino que el inconveniente se encuentra en el seno mismo de la democracia si un Estado puede restringir derechos humanos básicos a un sector con el fin de brindar seguridad a otro. En este terreno es que se entrecruzan las normas jurídicas como discursos y las prácticas sociales.
Lola Aniyar de Castro, criminóloga venezolana, enseña que “el control penal es el termómetro de los derechos humanos” y que “en consecuencia, ese control penal define la democracia”.
Si uno comete un delito interviene un conjunto de agencias del sistema penal que -por más que no actúen de forma coordinada- operan controlándose unas a otras.  El infractor transita por una serie de filtros de selectividad; primero, del Poder Legislativo (que define qué es delito), luego la policía, después la justicia y -finalmente- la cárcel.
En tanto, el infractor a la ley contravencional sólo pasa por dos: los poderes legislativos provinciales (que definen qué es contravención) y la policía, que aprehende, instruye, recaba la prueba, juzga y controla a totalidad de la ejecución de la pena. Esto, sumado a la redacción de figuras contravenciones poco claras (como el merodeador sospechoso, la prostitución molesta, la mendicidad vejatoria, entre tantas otras), genera la contradicción de otorgarle mayores garantías (sustanciales y procesales) a un homicida que a un simple contraventor.
Por supuesto que esto no implica que haya que nivelar para abajo y dejar de brindar garantías al infractor a la ley penal sino subir los estándares de respeto a éstas por infracción a los CF.
No podemos dejar de mencionar que el Comité de Derechos Humanos para el seguimiento del cumplimiento del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos de Naciones Unidas, en su sesión de marzo de 2010, ha mostrado su preocupación por la existencia en Argentina de normativas que facultan la policía a detener personas sin orden judicial anterior ni control judicial posterior y fuera de los supuestos de flagrancia de delito.
El CF genera y produce todo ello: detenciones sin orden y sin control judicial, pudiendo derivarse en responsabilidad internacional del Estado argentino, como ya ocurrió en el caso Walter Bulacio, en el cual la Corte Interamericana condenó al Estado.
En resumen, el Estado cordobés comete por los menos 54 mil hechos que podrían derivar en responsabilidad internacional del Estado argentino. Por el solo hecho de firmar tratados y jerarquizarlos constitucionalmente no se ingresa de pleno al paradigma de los derechos humanos si ello no se traduce en cambios legales y sociales. La seguridad no puede implicar siempre restringir derechos. Pedir más policías y más seguridad parece que siempre implica menos libertad para el mismo sector social.
“Termómetro”El CF permite comprometedoras prácticas reñidas con los derechos humanos. Legaliza actuaciones cargadas de pura discrecionalidad policial, ya que le permite a la policía la aprehensión, instrucción, acusación, juzgamiento y control de condena sin la intervención de un juez ni de un abogado.
El termómetro de los derechos humanos da como resultado un estado febril constante si medimos las 54 mil detenciones que la policía llevó a cabo en la Provincia de Córdoba en el año 2009, lo cual demuestra que el problema del CF no es sólo de los detenidos sino de todos o, por lo menos, de quienes que se preocupan por cómo el control penal, en estas condiciones y con estas características, distorsiona el sentido mismo de la democracia.
Fuente: http://www.comercioyjusticia.com.ar/2011/08/15/codigo-de-faltas-practicas-y-derechos-humanos/

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